Abr 24, 2024

No es saludable estar adaptado a una sociedad profundamente enferma” (Jiddu Krishnamurti).

Como usted sabrá, en Hermosillo y otras ciudades se convocó a una marcha por la vida, postulando que el respeto a la vida debe darse desde la concepción hasta el final. Seguramente el planteamiento es acogido por muchos que saben que la defensa de lo humano inicia por el elemento vital que lo crea y desarrolla, porque la vida es una etapa digna de contar con las mejores condiciones posibles en una sociedad consciente del valor del otro, del semejante que lucha y vive contribuyendo a la riqueza del grupo y a su sobrevivencia. La unidad, la solidaridad y el respeto mutuo son piezas esenciales en la integración civilizada de las sociedades. El respeto a la vida es en sí un valor que debe subsistir independientemente de nuestra ideología religiosa o convicción política y social.

Con esta idea en mente, estaremos de acuerdo en que la sociedad no sólo es la suma de individuos que persiguen sus fines particulares sino la interacción de seres sociales animados por valores defendibles por su trascendencia y garantes de la sobrevivencia y prosperidad del conjunto social. El respeto a las leyes y las costumbres, a la cultura y tradiciones de la comunidad son fundamentales para la cohesión e identidad que reconocemos como propia. Sin embargo, la dinámica generada por factores como el económico en su derivación política e ideológica llamada neoliberalismo que azota al país y al mundo desde hace poco más de tres décadas, alienta un individualismo obsceno centrado en objetivos alejados de lo social: es el individuo en pos de su propia satisfacción a costa de lo que sea, y eso supone subordinar el bienestar ajeno al propio, sustituyendo el “nosotros” por el “yo”.

En este contexto, resulta frecuente la discriminación de unos por otros, empeñados en una lucha constante por el interés personal convertido en necesidad de imperiosa satisfacción, así tenemos una sociedad que expulsa a sus miembros, sea por pobreza, por discapacidad, por su aspecto, por sus ideas políticas, sociales, culturales, o por su edad.

Tenemos multitudes de indigentes, de desempleados, de asalariados con el mínimo, de pobres crónicos y de desahuciados sociales que pululan por las calles de la ciudad sin más compañía que sus frustraciones y soledad. Muchos menores de edad son víctimas del abuso físico y psicológico, de ser convertidos en mercancía para los negocios sexuales; muchas familias no pueden integrarse por falta de recursos económicos en los que el padre vive aparte de la madre y sus hijos sin esperanza de otra cosa más que sufrir la distancia y el peso moral que surge del abandono involuntario y la falta de oportunidades.

Padecemos gobiernos autocomplacientes, comodones, que se empeñan en hacer del puesto público una ventana de oportunidades para negocios privados, para el saqueo del erario, para el desvío de recursos y el tráfico de influencias y cultivo de complicidades que garanticen la impunidad, así como camarillas apalancadas que pegan mordiscos a los recursos de la salud y seguridad social como es el caso de ISSSTESON, donde desaparecen varios miles de millones de pesos bajo el supuesto de que los trabajadores seguirán siendo los que paguen los platos rotos, por vía del aumento de cuotas y la reducción en los hechos de sus prestaciones.

Son cada vez más los ciudadanos y sus familias que sufren de la violencia callejera y doméstica, del robo y el asesinato, ante la mirada ajena de las corporaciones policiacas que más parece que se dedican a la protección de delincuentes que a la defensa del orden y la preservación del estado de derecho; es más frecuente leer en la prensa cotidiana titulares como “suman 25 homicidios en octubre en Cajeme”, “acribillan a uno en el Palo verde”, sin olvidar los asaltos, el vandalismo y la contaminación del espacio público.

En suma, las ciudades son cada vez más peligrosas y la vida del ciudadano vale cada vez menos, toda vez que sus derechos más elementales han desaparecido en los hechos o están en vías de hacerlo. Por otro lado, caemos en las garras de la moda, de la apariencia, de la compulsión del cambio por el cambio en sí, dejando de lado el progreso real, el desarrollo humano, la posibilidad de crecer como sociedad responsable de sus hijos. Será por eso por lo que la defensa de la vida se circunscribe a los que están por nacer y dejamos para otro momento a los que ya están aquí, luchando por sobrevivir, por ocupar de pleno derecho un lugar entre nosotros y que, sin embargo, son excluidos. Una sociedad que privilegia los negocios y las conveniencias personales antes que la solidaridad deja mucho que desear en materia de humanismo, no sólo de palabra sino demostrado en los hechos.

¿Por qué no marchamos por los damnificados del Río Sonora, por los desempleados, por los trabajadores defraudados por el ISSSTESON, por las víctimas de la injusticia y prepotencia del poder, por los niños y mujeres explotados, por los indigentes y demás parias sociales que vemos en las calles y plazas como apestados? ¿Por qué nos resistimos a emprender una huelga general contra las transnacionales que explotan irresponsablemente nuestros recursos naturales, contra la política económica nacional, contra el saqueo y desviación de los recursos públicos, contra la privatización de la salud y la seguridad social, o exigiendo trabajo, salud, educación, vivienda, justicia y bienestar para todos?

Por otra parte, ¿cómo oponerse a que una mujer vejada sexualmente tome medidas para evitar una maternidad que no desea? ¿Cómo acusar de asesina a una embarazada cuyo producto tenga graves malformaciones, o que el embarazo ponga en peligro su vida? Es difícil encontrar a alguien que crea sinceramente que el aborto es un capricho antes que una decisión dramática y moralmente traumática. En cualquier caso, es imprescindible no juzgar a la ligera y sin ponerse en el lugar del otro; es imperativo no dejarse atrapar por la facilidad de una condena inquisitorial y dejar fluir no sólo empatía sino el deseo de apoyar a quien la sufre.

Es posible que nos falte desarrollar nuestras capacidades de comprensión del dolor ajeno, de hacernos cargo de la desprotección de muchos, del campo de batalla en que hemos convertido nuestras ciudades, de la peligrosidad del ambiente que ha formado nuestra propia persecución de la comodidad y autosatisfacción. En todo caso, ¡humanicémonos!

http://jdarredondo.blogspot.com

(FECHA DE PUBLICACIÓN.21/10/2018 //

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