NOTAS SUELTAS ¡que llueva, que llueva!

fuertes lluvias en los primeros días de septiembre han dejado afectaciones en algunas colonias de Hermosillo.
“El agua es vida” (sabiduría popular).
HERMOSILLO, SONORA, MX. — Cuando nos estábamos convenciendo que el infierno, llegado el momento, nos daría bola porque para calores los nuestros, y que las temperaturas calcinantes junto con la ausencia de agua convertida en causa de deshidrataciones, soponcios y vahídos nos colocan en la antesala de céntrica funeraria con planes capaces de reventar al presupuesto más fondeado, resulta que llueve.
La lluvia calma momentáneamente las arideces de una zona geográfica caracterizada por sus cambios en el patrón productivo desde que la civilización trajo consigo las maravillas de la urbanización con cargo a la salud ambiental e hidrológica del entorno, y da nueva vida y refresca la tierra y el paisaje para mostrarnos el perfil oculto de la naturaleza antes de los fraccionamientos y el uso abusivo del cemento, la desviación de ríos y arroyos, la construcción de presas y represos privados y el agandalle impúdico del agua.
La ciudad crece sobre las resequedades acumuladas por una mala administración, sobre la violación de las normas y preceptos éticos que dicen que el líquido debe ser prioritariamente para uso humano y que es un bien social, no una mercancía. Sin embargo, la mancha urbana es el lienzo donde se dibuja la tragedia del desperdicio gracias a las tuberías reventadas, el derrame insidioso de las aguas negras, los olores fulminantes de la putrefacción, la dotación selectiva y la indolencia chucatosa de los gobiernos estatales y municipales con intereses mercantiles privados antes que públicos.
Las calles lucen con baches que revelan una mala pavimentación, o su abandono pernicioso. Cicatrices de indolencia y valemadrismo público que acalambra a los automovilistas y pone en peligro a los de a pie. Cráteres, socavones, hoyancos, hundimientos que deprimen el tránsito y documentan una forma poco escrupulosa de ejercer el presupuesto, de evadir el cumplimiento del encargo municipal, de pasarse por el forro las necesidades ciudadanas en el más elemental de los niveles.
Deseamos la lluvia y vemos con esperanza la formación de nubes. Envidiamos a quienes ven sobre sus cabezas la acumulación de vapor de agua que, eventualmente, terminará precipitándose para mojarlos, para recargar los mantos acuíferos, para llenar las presas que, finalmente, taponan el libre flujo de los ríos y afluentes naturales.
El agua se concentra en la obra de infraestructura hidráulica beneficiando a quienes cuenten con un canal, tubería o artilugio que conduzca el líquido hacia los terrenos de la mina, el rancho, la explotación “que genera empleos” y dinero privado, entre las que destacan los fraccionamientos, los desarrollos habitacionales para clientelas clasificadas VIP que marcan el horizonte del progreso y pujanza de la ciudad, como escaparate que atrae inversiones e intereses locales y foráneos.
El agua de las presas termina siendo la parte sustancial del menú que se sirve a las empresas extranjeras, a las transnacionales explotadoras de recursos que, siendo nuestros, se ponen en las vitrinas que exhiben las ventajas de invertir en nuestra ciudad y estado. Es el objeto líquido del deseo, la nueva y definitiva mercancía que hace posible la explotación de otros recursos como los mineros (oro, plata, cobre, litio), que, según se dice, generan empleos, progreso… y exclusión selectiva.
La lluvia nos refresca el ánimo y borra un poco la mancha de la marginación ciudadana, de la concentración de beneficios en favor de los exclusivos miembros del sector inmobiliario que lo mismo acaparan tierras urbanas que rurales, que igual desvían un río que hacen cuentas alegres de los terrenos de una presa al borde de la “desincorporación”.
La lluvia es esperanza, pero cuando la fuerza de la naturaleza no es acompañada de las previsiones urbanas necesarias, se convierte en desastre, en el repunte de nuevas tragedias urbanas, de encharcamientos, derrumbes, ablandamiento del terreno, deslaves, ampliación de los baches existentes y creación de otros.
La codicia, la mala administración, la falta de transparencia, la poca madre y la disposición de bienes públicos para satisfacer negocios privados, arruinan el entusiasmo pueril de la lluvia, opacan el canto gozoso de los niños que piden a la virgen de la cueva que llueva, que llueva…
Visto en perspectiva, tenemos los baches que merecemos, tanto como los derrumbes de techos y paredes, las fugas pestilentes, las tuberías rotas, los tandeos disfrazados de “fallas temporales” y la poca presión que impide el llenado de los tinacos, problemas que enfrentamos un día sí y otro también.
Vivimos en un bache urbanizado, en la ribera de un río contaminado que puede estar al borde de la desaparición, considerando la amenaza de tres presas más y un acueducto o cosa parecida, por lo que nos preguntamos, ¿con qué agua piensan llenar las presas? ¿De dónde viene ese fuerte olor a dinero si no es que de una empresa minera que se expande y lo traga todo? ¿Qué va a pasar con las comunidades ribereñas de Sonora?
El agua de la lluvia cae, fluye, penetra en la tierra, pero resbala en el pavimento que, eventualmente, se agrieta y colapsa. El ciclo de la vida parece estar expuesto a ser canalizado, controlado y monetizado por agentes públicos y privados de turbia calaña neoliberal… pero dicen que el pueblo es sabio. Esperemos.
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Fecha de publicación viernes 5 de septiembre de 2025